A sus 37 años, el mejicano Manolo Caro es conocido por el culebrón con ribetes cómicos La Casa de las flores. Durante tres temporadas, entre 2018 y 2020, este director y guionista ejerció de tramoyista de una de esas ficciones denominadas placeres culpables. Sin embargo, por su anterior producción no consiguió ni siquiera ese generosa consideración. En Érase una vez… pero ya no, lo peor no era el título, ni siquiera Sebastian Yatra como protagonista, sino todo lo demás. Un guión ridículo que mezclaba fantasía, romance y erotismo con muy poca gracia y talento.
Sagrada familia pretende venderse como una redención de su creador, pero no lo es. Este retrato familiar se presenta como moderno, atrevido y complejo. Un tratado sobre la maternidad, según «ellos». Y con ese perfil hemos tenido muchas joyas en el cine español reciente (Cinco lobitos, Alcarrás, La maternal). La serie de Manolo Caro no entra en esa demarcación ni a nada que se le parezca. Cuenta, eso sí, con un diseño de producción vistoso, con mucho colorido intenso almodovariano, y una actriz estupenda como Nawja Nimry, o tan eficiente como Macarena Gómez.
Los mecanismos de intriga de la serie no paran de rechinar, empeñados en impactar con personajes impulsivos y giros morbosos, cuantos más mejor. Vueltas y vueltas de secretos traumáticos que salen a la luz entre pasiones desatadas y comportamientos irracionales. Un auténtico torbellino que termina por ser tan tramposo y rutinario pero, eso sí, declamado con una solemnidad como si hubiese sido escrito por Chejov o Shakespeare, en una voz en off introductoria en cada capítulo que resulta involuntariamente cómica.
No faltan metáforas evidentes solapadas de manera esperpéntica (la grieta, las vidrieras, la Sagrada familia, la Venus de Windelorf, la «Tesis» de Amenábar), combinadas con escenas de sexo de un detallismo casi pornográfico. Vamos, que lo tiene todo la criatura.
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